El frío de noviembre anuncia las fiestas de Los Muertos, los colores con los que se tiñen las nubes, el color de las flores de cempasúchil que inundan las calles, la luz de las velas, el olor a chocolate, a pan de yema y el mezcal, siempre presente en los altares nos traen recuerdos de nuestra infancia.
Noviembre es una época nostálgica en la cual recordamos con más fuerza a nuestros muertos, tal vez la imagen de la muerte tiene más fuerza para recordarnos que siempre está presente en nuestras vidas, que es lo único de lo que podemos estar ciertos y que nos espera con los brazos abiertos y por eso debemos disfrutar esta vida, que sólo es una.
Equivocadamente nos han enseñado a tenerle miedo a la muerte, por eso hay tan diversas representaciones de ella, desde presentarla con un rostro que hasta al más valiente le causaría escalofríos hasta con una sonrisa y una mirada tierna, pasando por satirizarla y burlarnos, no de la muerte, sino de nuestra fragilidad como seres humanos.
No sé si realmente le tengo miedo a la muerte, no he reflexionado demasiado en ella. Si me preguntarán cómo quisiera morir contestaría que me gustaría quedarme dormida y no despertar, pero tal vez el final de la vida no se reduce a sólo dejar de existir en este mundo terrenal. Quiero creer que existe algo más allá en donde pueda volver a encontrarme con mis seres queridos, anhelo volver a ver a mis abuelas, María Clara e Irene, las dos mujeres tan grandiosas e importantes en mi vida, a mi hermano mayor Alejandro Rommel, y platicarle lo que disfruté, lloré y experimenté en mi vida y a mis amigos, aquellos que se adelantaron en el camino.
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